domingo, 30 de diciembre de 2012

INTERIORES INFINITOS




Los óculos que Perejaume pintó para el techo del patio de butacas del Liceu muestran una topografía formada a partir de la repetición de un solo elemento: la butaca de la propia sala. En el texto de presentación del proyecto, La platea abrupta, el artista escribe:

"En nuestro país, el Liceu, más que representar un género musical o un determinado público, es el lugar de la representación, es el Gran Teatro. El edificio, incluso el espacio en el que se halla el edificio, escenifica una imponente maquinaria figurativa. Esta maquinaria es hasta tal punto poderosa que en el incendio de 1994 el teatro cubrió todo el país, se extendió a través de aquellos minúsculos pigmentos de ceniza que devolvían las más variadas escenografías a sus lugares de procedencia. Ahora, este enorme teatro con plateas apaisadas, montañosas, abruptas, vuelve a recluirse en el teatro reconstruido, en la platea mimética, readymida, en el teatro del teatro, del teatro"

De algún modo estos óculos nos recuerdan la auténtica naturaleza, tan vasta, de este patio de butacas. En una sola imagen tenemos ligados conceptos aparentemente contradictorios como arquitectura y territorio, sala y paisaje, o interior y exterior.

Dentro de la ciudad, tendemos inconscientemente a entender la relación entre lo edificado y lo no edificado como un juego de opuestos en el que la arquitectura sería lo que tiene una forma, una estructura, y las calles són el resto amorfo. Incluso cuando éstas han sido diseñadas con mucho cuidado, no podemos evitar tener la impresión de que són lo que queda una vez puesta la arquitectura. En ellas no hay límites, siempre quedan abiertas por algún lado, el espacio fluye cómo si fuera aire y se escapa por el cielo y las esquinas. Incluso parece que se dilaten en función de lo llenas o vacías de transeúnte y vehículos que estén. Un interior, en cambio, lo asociamos a algo estructurado y con límites. Sin embargo estas asociaciones a veces se incumplen, o incluso se invierten: hay espacios públicos exteriores definidos por sus límites y estructura, como un jardín pequeño o un interior de manzana accesible. Y al mismo tiempo  todos hemos estado en edificios públicos o comerciales cuyos interiores evocan fluidez y ausencia de límites. ¿Qué hace que en ellos, siendo espacios acotados, esté invocado lo difuso, lo infinito? Pues puede bastar sólo con la butaca del Liceu de Perejaume: cualquier repetición sistemática de un elemento en un interior amplio genera una cadencia espacial hacia la cual la atención no tiene más remedio que dirigirse, y eso elimina de la percepción los paramentos que cierran ese espacio, es decir, sus límites. El elemento repetido puede ser desde la columna de las mezquitas hipóstilas musulmanas, el estante de exposición de El Corte Inglés, o la mesa de una planta de oficinas... En estos interiores no sólo quedan difuminados sus límites sino también su propia estructura espacial, porque lo que los ordena es una matriz regular y en una  matriz no hay ejes dominantes, no hay jerarquia; todos los puntos tienen el mismo valor y las mismas relaciones entre ellos. Puede parecer una paradoja pero esta repetición sistemática y rígida de un elemento hace que la estructura del espacio sea fluida y relativa al punto de vista en el que nos situemos.


La oficina de The apartment (1960, Billy Wilder) es como un limbo que escenifica el mundo moral en el que se mueven los protagonistas. Billy Wilder usa lo difuso y vasto de esta espacio como una metáfora de la desdibujada estructura de valores de una sociedad.


A diferencia de las ciudades anglosajonas, en las cuales el tejido urbano está "zonificado" por usos (barrio de negocios, barrio comercial, barrio residencial...), Barcelona es una ciudad mediterránea y, por tanto, en ella conviven mezclados en las calles edificios de diferentes naturalezas: viviendas, bibliotecas, oficinas, pequeño y gran comercio, etc. Es un rico espectáculo cotidiano la contemplación de cómo cada uno de estos tipos arquitectónicos se presenta a la calle. De vez en cuando aparece un escaparate amplio de vidrio tras el cual adivinamos, entre reflejos, un espacio sin fin, una platea abrupta con sus elementos pautados hasta un horizonte difuso.


Cafeteria del hotel Omm, vista desde la calle Rosselló, con sus butacas
 hasta el fin.

Vistos desde la calle, estos interiores-matriz poseen una extraña capacidad de atracción. Hasta cierto punto es inevitable desear ingresar en ese continuum espacial, en ese infinito paradójicamente contenido en una arquitectura. Los grandes mercaderes, siempre astutos, construyen así sus superficies comerciales, pero este tipo de espacio tiene muchas más posibilidades: podrían ser óptimos para diversas actividades públicas, y hasta como ámbitos para la contemplación o la espiritualidad. En ellos radica la promesa de un mundo paralelo, autosuficiente incluso a nivel geométrico, donde, de algún modo, quedan suspendidas las leyes de la ciudad.
                          
    
                                                                                                       Rafael Pérez Mora 


   

miércoles, 10 de octubre de 2012

ENTRAR AFUERA, SALIR ADENTRO

Una puerta es algo más que un agujero en un muro. Es, incluso algo más que un filtro entre espacios. Una puerta es también un paso entre un estado y otro de nosotros mismos. Somos seres ambientales que reaccionamos con el espacio a muchos niveles y cambiar de entorno físico nos cambia también por dentro, especialmente si estamos pasando de un exterior a un interior.




















     
El judío de Nueva York. Ben Katchor. Astiberri ediciones. 2008


A diferencia de otras culturas, como las orientales, en las cuales el acceso al edificio se produce a través de una serie de espacios filtro, en nuestras ciudades la cara que la arquitectura ha dado históricamente al exterior ha sido un muro. Un plano de ladrillo o de piedra resolvía, desde el suelo hasta la cubierta, la relación entre el exterior y el interior. En este plano se distribuyen una serie de ventanas y balcones que, por razones estructurales, se ordenan en un ritmo regular. En otra entrada del blog, UN TEJADO PARA EL ASFALTO, hablábamos sobre el valor simbólico de ciertas formas de la arquitectura. El muro punteado regularmente de ventanas y balcones es un símbolo de la propia idea de fachada, entendida ésta como algo que le da forma al espacio de la calle al mismo tiempo que configura el reverso de otro mundo, un mundo interior.


El judío de Nueva York. Ben Katchor. Astiberri Ediciones. 2008

En Barcelona, algunas de estas fachadas están protegidas como patrimonio arquitectónico y se tienen que mantener aunque se permite tirar el resto del edificio y construir uno nuevo detrás. En la calle Sant Pau una de ellas ha quedado como una hoja de papel tras la cual se pegan, sólo en algunas partes, unos volúmenes nuevos. Así, en el cruce entre Sant Pau y Reina Amàlia no hay nada detrás de ella, solamente la calle y el cielo. No solemos advertir lo que se da por supuesto hasta que nos sorprende su ausencia; aquí la fachada ha perdido su relación funcional con la arquitectura y con la ciudad y, precisamente por eso, nos damos cuenta de hasta que punto la fachada en sí misma nos evoca una frontera, un cambio. Al cruzarla, aún sabiendo que vamos a seguir en la calle, casi podemos sentir en la piel la expectativa de un mundo desconocido, de un interior por revelarse.





















Una vez al otro lado no podemos decir claramente si estamos dentro o fuera, ni tampoco de qué. La arquitectura ha empezado una ceremonia de la confusión que aumentará cuando giremos la cabeza y veamos que el reverso de la primera fachada es otra fachada (con sus puertas, balcones y ventanas), todavía mas rotunda que la primera, que nos invita a pasar a su interior: la misma calle Sant Pau de la que venimos.



















Después de cruzar este umbral, en cualquiera de sus dos sentidos, los ámbitos que encontremos se resisten a ser catalogados cómo un interior o un exterior. Esta fachada reversible desdibuja el carácter de lo que le queda a ambos lados. Tras ella la naturaleza de los espacios, y quizás la nuestra propia, se vuelve algo huidizo.



                                                                                                    Rafael Pérez Mora


miércoles, 19 de septiembre de 2012

UN PANY DE BOSC AL REVOLT


Hi ha un pany de mar al revolt
i un tros de cel escarlata

                                      J.V. Foix


Sin transición, en una secuencia imposible, el mar aparece a la vuelta de una esquina o de un camino. Estos versos del poeta Foix sitúan a la naturaleza irrumpiendo entre los espacios del ser humano, y la imagen podría resultarnos tan liberadora como turbadora.

Resolver un encuentro domesticado entre naturaleza y ciudad ha sido una de las preocupaciones históricas del urbanismo. En el s. XIX, con la revolución industrial, y todos los problemas de demografía e insalubridad que ésta ocasionó, empezó a tomar cuerpo una búsqueda hacia nuevos modelos urbanos que pudieran recuperar algo de la arcadia primitiva, perdida por el ser humano. Desde la garden-city hasta las actuales smartcities, pasando por la ville radieuse de Le Corbusier, numerosos modelos teóricos han proclamado con énfasis la llegada de la nueva ciudad, aquella en la que los valores de la naturaleza quedarán integrados con armonía en el sistema urbano.



Panfleto explicativo de las virtudes
 de Welwyn, una de las garden-cities 


En Barcelona, una ciudad en la que todo está muy diseñado, uno puede tener una imagen más bien silvestre de la Naturaleza cuando se acerque por la calle Madrazo hacia la calle Calvet. Entre las fachadas verá cómo al fondo se va abriendo paso, de un modo casi furioso, una masa vegetal exuberante. Madrazo gana anchura y pasa a llamarse Tenor Viñas tras cruzar Calvet pero queda bruscamente cortada por esta vegetación tumultuosa que se retuerce entre edificios. 
 
 

Desde la calle Madrazo


En realidad estamos viendo el Turó Parc, cuya entrada principal (situada en otro punto) tiene una apariencia monumental y está totalmente armonizada con la avenida Pau Casals. Sin embargo se diría que la propia naturaleza que el parque quería contener se ha rebelado y ha empezado a desbordarse hacia nuestra calle lateral, Tenor Viñas, como si ésta fuera su única vía de escape. El semáforo parece querer detener la estampida, meterla otra vez en las leyes de la ciudad, pero los árboles no entienden la luz roja y lo arrollarán en su avance implacable.



Solo ante el peligro


El Turó Parc fue diseñado por el paisagista Nicolau M. Rubió i Tudurí cuando los edificios que ahora lo rodean todavía no existian. Desconozco si él fue exactamente consciente de cómo se iba a ver la vegetación desde las calles actuales, pero el resultado es que, al menos desde una de ellas, parece que los árboles y la hierba se niegan a formar parte de un modelo previo, de un parque. Parece que un lienzo de bosque ha irrumpido entre las calles, de esa misma manera incontrolable como lo hace siempre el misterio de la naturaleza entre los artificios del ser humano.

                        
                                                                                                  
                                                                                                     Rafael Pérez Mora

 



lunes, 3 de septiembre de 2012

UN TEJADO PARA EL ASFALTO


Si nos pidieran que dibujáramos una casa en pocos trazos probablemente recurriríamos a la típica imagen infantil con una ventana cuadrada, una chimenea y, sobretodo,  una cubierta a dos aguas. Para hacernos entender dibujaríamos como lo hacen los niños, es decir plasmando una realidad a partir de un símbolo que la representa. La V invertida de la cubierta a dos aguas es un símbolo de la arquitectura mas primitiva: el hogar. Y evoca emociones de recogimiento y quietud.

Muchos arquitectos, especialmente a partir de la postmodernidad, han estudiado el espacio desde el valor simbólico de algunas de sus formas. Formas iconográficas que con frecuencia encontramos en la ciudad, aunque normalmente estén alteradas o disimuladas. Al verlas una especie de memoria genética cultural las descodifica y a partir de esto, de un modo inconsciente, se determina qué vamos a esperar de ese espacio, cómo nos vamos a posicionar ante él.

Los esbozos de Aldo Rossi expresan el goce de una
 mirada infantil que convierte la arquitectura en iconos
 claramente reconocibles: tejados, cúpulas, torres...
Fuente: aamgalleria.it

Cuando aquello que las señales de una arquitectura nos sugieren no concuerda con la naturaleza real de la misma, entonces un pequeño cortocircuito mental hace explotar ese juego de simbolismos y una sutil extrañeza nos descoloca por un momento. A veces son los propios arquitectos quienes juegan a confundir al paseante. Pero otra veces esto ocurre espontáneamente por alguna circunstancia caprichosa.

En el edificio Tokyo Apartment Sou Fujimoto lleva
 al extremo un juego con los simbolismos arquitectónicos.
 Las habitaciones cogen forma de casa y se apilan. 
Fotografia de Daici Ano.

Cerca del mercado de Sant Antoni, una estructura cubre un tramo de la calzada de la calle Comte d'Urgell. Encima no hay ningún edificio y debajo sólo está el tránsito de los vehículos. La imagen tiene algo desconcertante. Está claro que, hablando en términos funcionales una calzada no necesita para nada una cubierta, y todavía tendría menos sentido que lo único que se deje descubierto sean las aceras. Sin embargo creo que lo que acaba de provocar la extrañeza es la forma, a dos aguas, de la cubierta. Tenemos una casa encima de la carretera, un hogar cuyos habitantes són unos vehículos pasando a toda velocidad. Es verdad que nos parece normal encontrar cubiertas a dos aguas sobre espacios que no son hogares, como por ejemplo fábricas o escuelas. Pero también es verdad que estos espacios comparten algo con el hogar: en ellos se está, se permanece. Debajo de nuestro tejado sobre la calle nada permanece.




Luego nos enteraremos de que, mientras duren las obras del mercado de Sant Antoni, este tramo de calzada se corta al tráfico rodado los domingos por la mañana y esta estructura sirve para acoger un mercado semanal de libros de segunda mano. Pero incluso cuando ya sepamos esto, durante seis dias y medio de la semana al pasar por este espacio algo en nosotros esperará encontrar un centro allí donde sólo encontraremos trayectorias, y quietud allí donde sólo encontraremos movimiento.

                         
                                                                                                          Rafael Pérez Mora 






martes, 14 de agosto de 2012

LA CIUDAD EN EL ÁRBOL






Una disolución es una combinación de un líquido con varios componentes que están mezclados en él, formando un conjunto homogéneo. A veces, cuando cambian las condiciones de presión o temperatura ambiental, algunos de estos componentes se concretan y se depositan en la base de la disolución; precipitan, como se diría en lenguaje científico. Y allí queda visible un poso, una esencia de lo que fue el todo mezclado.

En cierto modo las ciudades son gigantescas disoluciones en las que todo está mezclado y movido por corrientes inciertas. Como si fueran líquidas, se resisten a ser cerradas en una forma concreta: se nos escapan entre los dedos cuando queremos describirlas con pocos adjetivos, y nos sorprenden cuando creíamos saber que esperar de ellas. Y, como en toda disolución, el soluto, lo invisible, es en realidad lo que les da olor y sabor, lo que forma su esencia. Esa materia oscura interacciona con nosotros de una manera inevitable. Con respecto a la forma de los espacios urbanos, por ejemplo, mil pequeños detalles repetidos nos influyen sin que nos demos cuenta, como si fueran el tic tac de un reloj. Unos gestos arquitectónicos que con frecuencia aparecen en el rabilllo de nuestro ojo, unas texturas habituales, forman nuestra percepción mas profunda de una ciudad.

La fotografía superior está tomada el pasado invierno en un cruce cualquiera del eixample esquerra. La pintura parece agazapada, llamando desde su rincón a las miradas vagas del peatón que sepa distraerse mientras espera que el semáforo se ponga en verde, y convierte en su modelo a un chaflán anónimo, y probablemente inadvertido sino fuera por ella. Los chaflanes, comparados con los edificios de postal, son uno de esos actores secundarios, uno de esos gestos repetidos, que le dan al eixample un sutil encanto de lo cotidiano. Como también lo son los plátanos, en la corteza de uno de los cuales la imagen empieza a descorcharse como si fuera una parte orgánica del tronco. Nada que ver con un rincón pintoresco en el lienzo de un pintor callejero; la ciudad aparece representada sobre la propia ciudad y no hay distancia posible entre la representación y lo representado. Parece que un día de borrasca algo de la esencia de Barcelona precipitó, se concretó en el tronco. Y allí se puede ver durante un breve tiempo, antes de que acabe cayendo en trozos de corteza que el viento dispersará otra vez, con sus corrientes inciertas, por toda la ciudad.


                                                                                                        
                                                                                                             Rafael Pérez Mora





viernes, 3 de agosto de 2012

UN DECORADO EN LA CALLE FERRÁN



El arquitecto holandés Rem Koolhaas usa la expresión ciudad genérica para referirse a aquello que las ciudades actuales de todo el mundo, cada vez mas similares a causa de la globalización, comparten. Recogiendo todas esas características comunes podríamos imaginar una ciudad  abstracta, conformada por las dinámicas sociales y económicas que en los últimos cincuenta años han movido el mundo y han creado formas concretas de comercio y de estilo de vida. Los edificios de la ciudad genérica, o almenos los de su centro, tendirían a ser altos bloques compactos y despersonalizados que generan, al amontonarse, un perfil característico (lo que los anglosajones llaman una skyline) que ya hemos integrado en el imaginario colectivo global. Este perfil es la imagen resumen de la ciudad contemporánea, su mejor representación. El cine, el teatro y el cómic han usado con profusión las posibilidades narrativas que esta imagen ofrece: si queremos situar una acción concreta en un entorno claramente urbano sólo tenemos que hacer aparecer al fondo este perfil "genérico", que entonces se convierte en una especie de escenografía de la ciudad.


Correrías urbanas de Mortadelo y Filemón.

F. Ibáñez. Cada dia una trifulca. Editorial Bruguera. 1975

Cuando subimos por la calle de Jaume I en dirección a plaza Sant Jaume sólo tenemos que levantar la vista y mirar al frente para ver cómo va apareciendo un extraño prisma gris al fondo de la calle Ferrán (la continuación de la calle Jaume I después de la plaza sant Jaume). Una vez hemos llegado a la plaza este mismo edificio se levanta, gigantesco por detrás de todas las fachadas y además a su lado ha aparecido otro un poco más pequeño. Estos volúmenes no tienen ventanas y tampoco placas de cristal; son totalmente opacos y esto tiene un doble efecto desconcertante. Por un lado ningún elemento nos ayuda a hacernos una idea exacta de la escala del edificio y, por tanto, no sabemos lo lejos o cerca que está; por otro nos podemos preguntar: ¿qué pasa ahí dentro? ¿quién puede habitar unos edificios tan grandes sin ventanas ni luz natural? Su sola imagen ya tiene un aire de irrealidad. Estos dos misteriosos bloques, más que edificios parecen representaciones de ellos; como si al final de la ciudad real se hubiera empezado a disponer una escenografía urbana que completara la imagen de ésta. Algo comparable a los pequeños pósters que pegábamos de niños en la pared de fondo del belén y en los que veíamos continuar dibujados los ríos, las colinas y los árbloles "reales" que habíamos construido con piedras, musgo y ramas. Los dos prismas parece que han empezado a configurar el perfil abstracto de la ciudad genérica tras la ciudad real.


Llegando a plaza Sant Jaume


Pero no estamos dentro de un cómic. En este punto hemos llegado al centro de la plaza y sería difícil resistirse a dejarse llevar por la calle Ferrán hacia abajo en dirección hacia esta aparición, con los ojos clavados en ella. Con un poco de suerte no le encontraremos ninguna explicación racional al asunto y permanecerá como una especie de ilusión cristalizada entre lo real. La calle Ferrán es recta y desde aquí su final es apenas un punto en el que vemos aparecer el verde de los árboles de las Ramblas. Todo esto está a este lado del espejo; al otro lado y por encima siguen estando los enormes edificios misteriosos. Imposible saber su medida exacta, imposible saber a qué distancia están.



Desde calle Ferrán


Caminamos hacia ellos pero nada cambia y cuando ya estamos llegando al fin de la calle pensamos que tendremos que cruzar las Ramblas y seguir por la calle Unió en nuestra búsqueda desesperada de una no-respuesta. Pero entonces aparece la esquina que el Liceu forma con la misma calle Unió y de repente nuestros edificios pasan a este lado del espejo, cogen una medida concreta y se sitúan en un espacio concreto: encima del teatro, doblando la altura de éste.

Ya está, ahora sabemos lo que son: la caja escénica del Liceu, que sobresale por encima de sus fachadas. En aquellos prismas misteriosos habitan los decorados, el telón, el propio escenario; ya tenemos la respuesta. Y, al contrario de lo que pensábamos, ésta no niega nada de lo que la primera imagen nos había sugerido. No hemos ido a parar al terreno de una realidad vulgar, sino mas bien al de una realidad poética: éstos edificios pertenecen por su propia naturaleza al mundo de las ilusiones. Són una escenografia reversible: hacia dentro representan un palacio, un bosque o un barco; hacia fuera la ciudad.


                                                                                                             Rafael Pérez Mora






jueves, 26 de julio de 2012

PRESENTACIÓN


La arquitectura es quizás el arte más público. No está solamente en los buenos edificios, ni tan siquiera solamente en los edificios. No habita en la mente de los arquitectos, ni en las revistas o los libros. Tampoco su lugar son los museos o las salas de proyección. Encontramos la arquitectura en ciertas situaciones que tienen que ver con el espacio y los sentidos con que lo percibimos. Hay rincones, sombras, muros en los que resbala la luz o rebota el sonido... que nos arrancan por un momento del mundo de convenciones en el que vivimos para llevarnos a una realidad más completa en la cual lo que estamos haciendo y lo que estamos sintiendo tiene un solo sentido coherente y placentero. Incluso en el edificio más vulgar o en la calle más sórdida de la periferia es probable que aparezca detrás de una esquina o en una perspectiva insospechada la arquitectura. Así pues, podríamos afirmar que ésta está entremezclada con la existencia cotidiana de todos nosotros haciéndonos sentir su arte continuamente. Y esto es así aunque en la mayoría de los casos ni siquiera nos demos cuenta.

Y ahí está la paradoja: siendo el arte más público, la arquitectura es probablemente también el menos popular. Todos reconocemos en el cine, la música, la literatura, la pintura, etc. fuentes de placer y de enriquecimiento personal, y, en cambio, a pocos se les ocurre buscar conscientemente lo mismo en las arquitecturas, y mucho menos en aquellas anónimas. El propósito de este blog es rendir un pequeño homenaje a Barcelona, y hacerlo no desde el punto de vista del análisis de los edificios de autor o de los planes urbanísticos (de los que ya se ha escrito y se sigue escribiendo mucho) sino desde el punto de vista de la experiencia del espacio. Una experiencia que pertenece mas a quién transita ese espacio que a quién lo ha creado.

Decía André Maurois que la lectura de un buen libro es un diálogo incesante en el que el libro habla y el alma responde. Lo mismo ocurre con la lectura de una ciudad. Es posible que las ideas y las imágenes aquí descritas tengan una carga importante de subjetividad: la de mis respuestas a Barcelona. Pero, ¿acaso es posible algún camino hacia lo universal que no pase por lo subjetivo?


                                                                                                        Rafael Pérez Mora


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